La vida, como misteriosa casualidad o dulce milagro se ve diferente después de estar cerca de perderle varias veces. De niño una infección estomacal que derivó en altísimas temperaturas y deshidratación, hace tres años y medio un accidente en el que uno de los implicados perdió la vida. Poco después un asalto y casi secuestro por el crimen organizado.
Se precisa cierta fortaleza mental para que los últimos eventos no afecten, no acaben con una cordura endeble, enferma a veces de tanta realidad. Y no lo digo a modo de martirizarme o ufanarme de nada, porque muchos más han pasado calamidades peores y han logrado crecer más que yo.
Pero es imposible después de experiencias tan fuertes no cambiar un poco, desde tomar precauciones y no reducir los riesgos privándose de libertades hasta disfrutar más cada minuto.
"Vive cada día como el último" "Si te quedara un solo día de vida ¿Qué harías?".
Esas y otras reflexiones trilladas, sentimentaloides, hasta comerciales no vienen al caso. Porque lo más agudo que debe romper el alma después de casi perder la vida es redefinir el concepto trascender.
La muerte es una consecuencia natural de la vida. Es una constante en su ecuación. Perderla en juventud no es más tragedia aunque al verla decimos "Tantas cosas que le faltaban por vivir".
En lugar de enseñarle a los niños que hacer en cada etapa de la vida, deberíamos enfocarnos en enseñarles a ser felices y luego trascendentes. Nuestra educación inculca que en la vida imperativamente llegaremos a viejos y no hay peor ilusión.
En la lista debe tener la misma prioridad existir, trascender y ser feliz. No hay de Otra.
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