Es tan difícil tomar la pluma, sentarse y acariciar las ideas con la conciencia de saberse apabullado por infinitas letras doradas ya escritas hace años, ya amadas desde nuestro siempre.
En la modestia de las nostalgias propias es tan cruel la sensación de sentir que el cielo cae sobre si, derrumbado por ideas brillantes que por más que se busque transitar por terrenos vírgenes todo está ya muy trillado.
Aunque nos engaña la modernidad que con sus medios aparenta acortar distancias y pudiendo divagar en eso para volvernos nuevos, los mensajes esenciales son los mismos.
Tan trillado se volvió el romanticismo que nos aburrió de pronto, nacimos decepcionados y vivimos empalagados, aburridos sofistas, atacando hoy y defendiendo mañana lo mismo por parecer más propios ciudadanos de un mundo globalizado.
Nos consume la vanidad, nos condena la indiferencia.
Esa esquiva cualidad que nos dicta autoritaria que la forma correcta de vivir es mantenernos al margen de nuestro entorno.
Nos volvimos permisivos de las mentiras en lugar de seductores de las verdades.
Hoy nos damos cuenta en el último atisbo de lucidez antes de morir humanos, cuando la pluma perenne de la vida ya nos ha pasado. Que el amor, impronunciable, estaba tan lejos como los sueños y tan cerca como las lágrimas, pero se presentó a nuestra puerta todas las mañanas.
Pero un solo instante basta para justificar una existencia y ganarse la trascendencia.
Por eso hoy te escribo desde las puertas del olvido, para hacerte saber que en mi último segundo para poder amar dije tu nombre.
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