Abro un poco los ojos y busco el reloj a tientas, en ese nativo desconcierto del que somos presos cuando nos entregamos al sueño a horas normalmente no dispuestas. Es tarde para comer y temprano para cenar pero poco importa cuando se siente el estómago vacío, pero sin apetito. Me vuelvo a recostar apoyando la mejilla izquierda a la almohada hundiendo la cara lo suficiente para no mirar con el ojo izquierdo. Luego miro mis libros, mis teléfonos, mi cortina verde.
Detesto el verde en la ropa, en la tela en general y me pregunto, cómo he sido capáz de vivir varios años con esa horrible cortina mientras trato de disipar la somnolencia, luego pienso en mis dolores sordos, la espalda y un dedo del pie, pero ya están serios, curados o latentes pero sin doler.
Advierto como pasan y pasan los minutos, mirando el reloj para venderme la necesidad de urgencia, de levantarse y caminar, moverse, "hacer algo de provecho" dice la gente, pero por más que miro sigo acostado pero más despierto.
Luego repaso mi día palmo a palmo con todos sus acontecimientos, como buscando la causa de la tristeza que me amarra a la cama. Momento, ¿Por qué cruzó por mi mente la palabra tristeza?, luego me vuelvo conciente de la desgana, del hastío de que el cansancio repentino no tiene una causa física más si emocional.
En pocos segundos torrencialmente cae una tormenta de ideas, sueño inapropiado, desgana, hastío, tiricia.
En las personales comedias de los que nos sentimos fuertes, esbozo una sonrisa después de la sorpresa, porque un solo instante me bastó para entender mi estado tan evidente.
Te extraño.
Y creo que no puedo evitarlo.
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