Me remojo los labios y trago saliva, no puedo ocultar ese enfado, ese mal humor inherente, esa enloquecedora ansiedad, anacrónica como yo mismo. Me enfada tanto el ver como se pierde tu vida en intrascendencias, tu indiferencia mordaz hacia el esfuerzo de soñar. Ese despreocupado derroche de tiempo, de ganas y de inconsciencias, mientras diluyes tu esencia en simplonas comedias.
Me da rabia porque te devalúas ante mis ojos, porque en mi vanidad fue un verdadero logro el construir un pedestal donde alojarte en mi pecho y defraudado reclamo una y otra vez al aire mi trabajo perdido. Porque me cuesta ignorar tus desvarios, tu inmadurez, tu somnolencia y esa tibieza, esa maldita tibieza que hoy es tu modo de vida.
No, no soy exagerado, ni es un ataque a tu libertad de ser nadie, porque si vemos un mundo decadente es porque cuando vimos viciado a alguien que amamos, nos callamos. No se trata de juzgar, ni de atarte al perfeccionismo; se trata de la tristeza de mirarte tan paciente ante la urgencia de tomar una posición firme ante la vida.
Ojalá comprendas como yo trato de hacerlo cada día, que la distancia no es un pretexto para estacionarnos y aunque vivamos rodeados de apáticos y aún sea mucha la hiel de extrañarnos, esa mutua admiración - que es todo lo quizá tuvimos - es tan inmortal como lo pueden ser esas ideas que defendemos a muerte.
Ignora esa fatal existencia mediocre, o termina de enterrarme a mi, indolente.
Y no me llames desde el sótano, que mucho me ha costado llegar al rellano de mi primer piso.